Jul
21
2016

Lobizón (por Eduardo del Castillo)

Sumario para contenido

Lobizón

 

“Al  hombre-lobo se le debe dar muerte sin dudarlo,
sin pensar

en su condición humana. Puede que
exista un modo de cesar 

el maleficio y redimirlo, pero a
riesgo de no ser efectivo,

                                                                                                                  es conveniente ultimarlo”

(Polonio – Siglo I d.C.)

 

Bendito Luis Rufino era un lobizón. Séptimo hijo varón , nacido en un
pueblito de Tucumán,de nada sirvieron los esfuerzos de la familia en romper el
conjuro. El primero de los intentos fue bautizarlo con el nombre de “Bendito”.
Esta decisión no sólo fue inútil, sino que le valió la burla de todos sus
compañeros desde la niñez y hasta entrada la adolescencia. Luego probaron con
apadrinarlo en el bautismo por el mayor de sus hermanos. Tampoco. En un último
intento y aconsejados por un viejo conocedor del tema, lo cubrieron con
estiércol de gallina durante un día entero. Nada.

Nada excepto el terrible olor que se le penetró en la piel por casi una
semana y que hacía sentir su presencia a una buena distancia.

Cuando se hizo mozo, por los diecisiete años, tuvo su primera
transformación, y de ahí en más, todos los martes y viernes por la noche, y los
días de luna llena además, se volvía lobizón.

De pelaje negro, tamaño de un perro mediano, buscaba el monte para
refugiarse y esperar que el trance pase. No era de andar mordiendo gente, ni
comiendo animales. Nunca hubo queja por alguna atrocidad que hubiera cometido.
Era, digamos, un lobizón respetuoso.

Sabía decir la familia que, de tanto insistir en sacarle el embrujo,
había quedado domesticado, como manso. Nadie se lo preguntó a él, pero la
verdad es que Bendito, transformado en lobizón, no perdía su propia conciencia,
su humanidad. Su cuerpo cambiaba, es cierto, pero su mente no. Incapaz de
hacerle daño a nadie, cuando sentía que le venía la transformación salía para
las afueras y se perdía en los cañaverales hasta el día siguiente.

Así transcurrió su vida hasta que, cerca de los veinticinco años,
calculo, se vino para Chivilcoy y puso una gomería. Y de ahí las malas juntas,
compra y venta de neumáticos mal habidos, y terminó en la cárcel de Miraflores.

Cuando le dan ingreso en la junta de admisión, Bendito expone su
particularidad: explica al equipo del servicio penitenciario en detalle su
metamorfosis y los días en que sucede.

En su informe, el psicólogo coincide con todos los presentes que el
consumo de “drogas psicoactivas” seguramente produce en la mente de este pobre
muchacho un estado de alteración que lo lleva a una “alucinación oniroide”, y
no sé cuantas cosas más que sonaban muy bien y eran creíbles. Hasta que llegó
la primera transformación.

Estaba en su celda, después del rancho, y le advirtió a sus compañeros
lo que iba a suceder. Les pidió que no se asusten. Que era la primera vez que
se iba a transformar “en público”, y que no iba a lastimar a nadie. Todos le
creyeron, y ni siquiera se sorprendieron, pasan cosas mucho mas fantásticas en
una cárcel. Le arrimaron una caja de cartón en la parte oscura del calabozo y
lo dejaron tranquilo.

El asunto hubiera pasado desapercibido si no fuera por el recuento. El
guardia que entra y ve el montón de ropa caída en el piso de la celda y a
Bendito hecho lobizón, que más parecía un perro flaco, metido en la caja detrás
de la puerta de hierro.

Cuando todo quedó aclarado el procurador legal, superando el asombro,
planteó una disyuntiva: en los períodos en que Benito está transformado no
puede permanecer privado de libertad en una cárcel, dado que no es una persona,
pero tampoco se lo puede dejar en libertad porque queda claro que al amanecer
del día siguiente volverá a ser el preso de antes. Y como no había
jurisprudencia en este tema se pidió la opinión de especialistas en derechos
humanos, de integrantes de la sociedad protectora de animales y también de
algunos hinchas de Gimnasia y Esgrima de La Plata.

Al final, el juez decidió lo siguiente: “En los días en que está comprobada la inminente transformación del
citado, antes del crepúsculo, el interno será trasladado al Zoo de Miraflores,
donde se acondicionará un receptáculo acorde a sus necesidades, y allí
trasnochará hasta la mañana siguiente, en que retornará a la unidad penal. El
personal del servicio penitenciario deberá garantizar la seguridad en ambos
traslados”.

 

Fue un viernes de tardecita cuando lo llevaron al Zoo por primera vez.
Entró en una jaula bastante amplia, en la que habían dispuesto un tronco hueco
para que pernocte y una frazada de abrigo. También había un plato de carne
fresca frente a la puerta.

Rejas antes, rejas después, no le pareció un gran cambio.

Y así, al abrigo de la oscuridad y ya transformado, pasó la noche en
soledad, igual que en el monte tucumano, igual que en los bosques de Chivilcoy,
igual que siempre.

Y lo mismo fue el martes siguiente hasta que, entrada la noche, una voz
lo despertó:

- Don Rufino, ¿está despierto?

Fue volviendo a la realidad muy despacio, dudando haberla escuchado,
como pasa cuando un sonido nos interrumpe el sueño.

Pero ahí estaba de nuevo.

-Bendito, soy Funes, el sereno.
Arrímese.

Salió muy despacio de la calidez y la oscuridad de su guarida,
acercándose a la silueta que, del otro lado de la reja, lo llamaba, y se sentó
sobre sus patas traseras a un par de metros de distancia.

-Disculpe si lo desperté. Es que
entro tarde a trabajar. El otro día ví que no tocó la carne cruda del plato,
así que seguro le gusta cocida. Acá le dejo un churrasco, lo cociné a punto,
como para mí. Usted dirá.

Bendito lo observó estático. Eran muchas cosas juntas las que pasaron en
un instante. Alguien, por primera vez en su vida, lo trataba como el humano que
era sin tener en cuenta su apariencia perruna. Además, se había ocupado de
cocinarle un churrasco porque, es cierto, la carne cruda no le gustaba.

Y ahí estaba su cena, humeando y cortada en trozos pequeños, al ladito
de los barrotes. Mientras se acercaba pudo ver por fin a don Funes. Algo pasado
de peso, de unos sesenta y pico años, pañuelo al cuello, pinta de bonachón.

- Coma tranquilo y después, si
tiene ganas, me acompaña a dar la ronda. Este candado se abre fácil.

Y fue así que, donde menos parecía, encontró alguien que veía más allá
de su provisoria apariencia. Y aquellas noches se hicieron el centro de su
vida.

Don Funes tenía una forma curiosa, aunque práctica, de conversar. Le
lanzaba una pregunta, o un comentario y, por los gestos de Bendito, adivinaba
la respuesta. Si levantaba las orejas, si agachaba la cabeza, si movía la cola,
era suficiente para armar un diálogo.

Atesoró aquellas interminables noches como lo mejor, por mucho, que le
había pasado en su vida.

Una noche de tertulia, en la que muchos visitantes concurrían al Zoo a
realizar una recorrida nocturna, se sintió particularmente felíz. En esa
oportunidad Funes hablaba con un joven de barba y pelo largo, uno de los
músicos, y cuando él se acercó dijo: “este
es Bendito, mi amigo”. El muchacho se agachó y lo miró a los ojos. Lo
acarició como los que saben acariciar a un perro, rascándole suavemente la
barbilla, y le dijo, en voz muy baja y con brillo en los ojos: “ yo también tuve un amigo muy  parecido a vos”.

Por primera vez en su vida no le avergonzaba mostrarse, se sintió
valorado, como que formaba parte de algo. Alguien dijo que era su amigo y ahí
nomás otra persona le demostró un nostálgico afecto.

 

Hasta aquí llego con lo que me contaron y con lo que pude deducir de
esta historia. Pero me negaba a no darle un remate a este cuento. Los registros
de la Unidad Penal
dan por cumplida la condena de Bendito Luis Rufino y figura la fecha en que
recuperó su libertad. Nada dice de sus transformaciones de los martes y viernes
y de las noches de luna llena.

Averigüé en el Patronato de Liberados. Nada. Hasta pensé en inventar un
final, pero sentía que traicionaba esta historia con información que no era
real.

Como último recurso me acerqué al Zoo y hablé con el personal. Me
atendió el director con dos de sus asistentes. Escucharon mi historia, cruzaron
algunas miradas, quedamos en silencio.

Mire – dijo el director – estoy en este lugar desde sus inicios, y nunca escuché hablar del tal
Bendito. Se me ocurre que usted ha tomado por cierto lo que en realidad parece
ser un relato fantástico.

Sin embargo – repliqué – todo parecía coincidir. ¿No es Funes el sereno del Zoo?

Era – contestó - . Se jubiló hace muchos años y no sabemos como podría ubicarlo.

Empecé a caminar hacia la salida. El director se adelantó unos pasos y
me abrió la puerta. Antes de irme hice un último intento:

¿Podría venir a hablar con el
nuevo sereno?. Tal vez él haya escuchado algo del propio Funes. ¿Cuándo lo
encuentro?

Todos los días – dijo - . Claro
que – agregó con una sonrisa – si lo
que quiere es hablar con él, no venga los martes ni los viernes. Ni las noches
de luna llena.

Voces

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