El uso de la cárcel como respuesta frente a las drogas ha afectado
desproporcionadamente a las mujeres. En Argentina, Brasil y Costa Rica,
más del 60 % de la población carcelaria femenina está privada de
libertad por delitos relacionados con drogas. Muchas de ellas tienen
poca educación, viven en condiciones de pobreza y son responsables del
cuidado de personas dependientes –niños/as, jóvenes, personas de mayor
edad o con discapacidad–. A pesar de que llevan la peor parte de las políticas punitivas, estas
mujeres rara vez son una verdadera amenaza para la sociedad; la mayoría
son detenidas por realizar tareas de bajo nivel pero de alto riesgo
(distribución de drogas a pequeña escala o por transportar drogas), como
una manera de enfrentar la pobreza o, a veces, por la coacción de una
pareja o familiar. Su encarcelamiento poco o nada contribuye a
desmantelar los mercados ilegales de drogas y a mejorar la seguridad
pública. Por el contrario, la prisión suele empeorar la situación, dado
que reduce la posibilidad de que encuentren un empleo decente y legal
cuando recuperan la libertad, lo que perpetúa un círculo vicioso de
pobreza, vinculación a mercados de drogas y encarcelamiento.
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